Un
erudito se subió a una barca donde le esperaba el barquero que le
cruzaría a la otra orilla del ancho y caudaloso río.
Mientras
lo cruzaban sin mediar palabra, el erudito miró hacia cielo. Grandes
nubes oscuras se deslizaban pesadamente en él. Como no quería
recurrir a la vulgaridad de hablar sobre el tiempo para romper el
silencio que existía entre él y el barquero, le preguntó:
-¿Sabe
usted gramática?
-No
señor – contestó el hombre
-¿Tiene
algún conocimiento de aritmética, literatura, matemáticas,
geografía?
-No,
tampoco sé nada sobre esto.
-¿Y
de filosofía?
-Tampoco.
Mi padre me enseñó desde pequeño a manejar esta barca, y me he
pasado toda la vida trabajando en este oficio. No he tenido tiempo
para dedicarme a estudiar.
-Pues
amigo –contestó con aire de suficiencia- permítame decirle que
usted ha perdido media vida si no conoce estas materias que hacen de
un hombre que sea culto y respetado por los demás.
Al
oír estas palabras, el rostro del barquero delató que se sentía
avergonzado. El silencio se volvió a establecer entre ellos, cuando
a los pocos minutos, ensordecedores truenos irrumpieron en el cielo.
Las
aguas del río se tornaron peligrosamente bravas formando grandes
olas y remolinos. Las nubes empezaron a descargar con fuerza su
contenido, y la barca, zarandeada por la virulencia que se había
desatado, amenazaba con hundirse al ir anegándose de agua.
Ante
este inminente peligro, el barquero se tiró al río a fin de poder
alcanzar a nado la orilla que ya no quedaba muy lejos. Al ver que el
erudito no hacía lo mismo que él para salvarse, le gritó:
-¡Salte
de la barca!
-Es
que no se nadar – exclamó con la cara congestionada por el miedo.
-Pues
amigo, usted ha perdido la vida entera.